sábado, 18 de diciembre de 2010

LAS MARCIANAS CRÓNICAS DE BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO

Es cierto, fue mi primer libro de historia. Es cierto, lo amo más que a cualquier otro libro de historia de todos los que tengo por su valor sentimental: me lo regaló mi padre cuando yo tenía catorce años y él estaba ya en la debacle de su vida. “Te lo conseguí en rústico, el otro estaba muy caro”, me dijo un domingo 21 de febrero de 1999

Y es cierto, es el libro de crónicas más marciano que he leído. “Historia de la conquista de la Nueva España” de Bernal Díaz del Castillo es únicamente igualado o superado por las “Crónicas marcianas” de Ray Bradury. Lo cual quiere decir que, o ambos autores tenían mucha imaginación, o el tema de la conquista siempre da pie a textos extraños y exuberantes, locos, fuera de serie.

No pretendo hacer un estudio pormenorizado de la capacidad creativa de cada autor. Tampoco quiero pasarme las hojas hablando de una posible demencia vengativa de Bernal Díaz o de un romanticismo marciano en Bradbury. Solamente quiero pasármela bien comparando un poco y uniendo otro tanto a ambas obras en el sentido de la conquista en sí en dos pseudocapítulos.

¿Empezamos? Va.

CAPÍTULO I. DE CÓMO LOS INICIOS NO SON IGUALES A PESAR DE SER LO MISMO

Toda conquista es por tierras. La tierra de un país extranjero, la tierra del rancho del vecino, la tierra virgen de la mujer que es la novia de tu mejor amigo, la tierra viril de aquel hombre que no te pela. Pero es tierra, finalmente.

El que va en pro de su conquista debe saber, por lo menos, a dónde se dirige, tener claro el objetivo y saber a lo que se atiene. No he visto a nadie que desee conquistar algo nomás porque sí o sin tener antecedentes. Si así fuera, entonces el acto no sería de conquista, sino de mera suerte. Un naufragio (aunque no se ande en el mar).

No a todos les va igual. Todos llegan a puerto, sí. No todos sobreviven. Unos son más gandayas que otros. Los otros, los conquistados, pueden o no ser más dejados. Pero la impresión es la misma: ves algo nuevo y esperas que el cielo mismo te haga un homenaje a tu proeza. Es casi como un síndrome de altivez de la cual el hombre nunca se ha podido despojar, tal vez porque en el fondo sabemos todos que fuimos dioses y por algún motivo lo perdimos todo.

Mientras que a Bernal Díaz del Castillo ya le brillaban los ojitos sólo de imaginarse que llegaría a tierras nuevas donde su apellido adquiriría abolengo para el resto de su vida y el de sus descendientes, a los tripulantes de todas las expediciones que llegaron a Marte les brillaban las escafandras de tanto sol que había, y el futuro inmejorable se instalaba en sus ojos de acero inoxidable tan característico de los norteamericanos: no se trataba de una promesa, sino de un regalo cósmico merecido por su condición de estadounidenses.

En los primeros capítulos de la “Historia verdadera…” (que de ahora en adelante la llamaremos así porque gasta demasiado espacio un nombre tan largo) nos relata cómo llegaron a Yucatán, cómo los aborígenes arremetieron contra ellos y cómo decidieron regresar a Cuba porque, literalmente, “los agarraron los indios”.

Y si los norteamericanos son ególatras y fríos, los españoles de aquella época no se quedaban atrás: en todo momento habló de la zozobra en la que vivieron (supongo que no debe ser muy divertido ni espectacular ver cómo tus compañeros van cayendo malheridos):

“Después que nos vimos en los navíos, (…) dimos muchas gracias a Dios, y curados los heridos, que no quedó hombre de cuantos allí nos hallábamos que no tuviesen a dos y a tres y a cuatro heridas, y el capitán con diez, sólo un soldado quedó sin herir, acordamos volvernos a Cuba”[1]

Los primeros astronautas, por su parte, ni siquiera volvieron a la Tierra. Los dos primeros fueron muertos por el celoso señor K que vio en peligro su territorio: Ylla. Los siguientes fueron recibidos sin pena ni gloria por los marcianos:

“El hombre la miró sorprendido: —¡Venimos de la Tierra!

—No tengo tiempo —dijo la mujer—. Tengo mucho que cocinar, y coser y limpiar…”.[2]

Y de los subsiguientes algunos se mataron entre ellos, presa de la hipnosis marciana.

El caso es que en ambos casos se percibe la negativa a dejarse conquistar: los primeros, porque sabían que esto iba en serio y era su único mundo y su único territorio. Los segundos, porque estaban seguros de su soberanía y no iban a permitir que otros les quitaran el tiempo (y tal vez porque sólo se trata de ficción).

Si me dieran a elegir, obviamente elegiría a las crónicas bradburienses que al tormento chino que representa enterarse cómo un grupúsculo de bárbaros de piel blanca llegaron a arrebatar lo que nunca fue suyo: las crónicas marcianas nunca ocurrieron (aunque podrían ocurrir de un momento a otro) y son más creíbles que las increíbles proezas y visiones del español, precisamente porque nadie conoce Marte y es más fácil otorgarle credibilidad a la imaginación sobre lo desconocido que a lo conocido transformado por la imaginación.

Lo único que embellece la historia de una conquista irremediablemente real son las acciones cómico mágicas relatadas por Bernal Díaz del Castillo. ¿O acaso no es gracioso el que el propio Bernal se pinte a sí mismo como un superhombre al advertirle a Pedro Barba, en el capítulo CXLIV, que no suba hasta dónde él se encuentra, y que ante la insistencia de aquél, el autor le respondiera “Pues veamos cómo sube donde yo estoy”?[3]

CAPÍTULO II. DE CÓMO NO ES LO MISMO CONQUISTAR EL ANSIA DE PODER A TRAVÉS DE LA REFLEXIVA PLUMA QUE CONQUISTAR EL PODER CON ANSIA Y LUEGO REFLEJARLO EN LA PLUMA

A Bradbury le desesperaba y angustiaba sobre manera el sinsentido que suponen las conquistas. Por este libro que comentamos, casi podríamos estar seguros que le desagradaba ese aspecto del conquistador en turno (en su caso, estadounidenses). Eso se puede ver claramente en el capítulo Aunque siga brillando la Luna, donde Spender, uno de los astronautas que llegaron a Marte, le explica las razones por las que exterminó a sus trogloditas compañeros: “luego vendrán los otros grandes intereses. Los hombres de las minas, los hombres del turismo (…). ¿Recuerda usted lo que pasó en México cuando Cortés y sus magníficos amigos llegaron de España?”.[4]

En cambio, el sentido de conquista tan arraigado en Díaz del Castillo queda manifiesta en toda su obra, pero mucho más en el título del capítulo CCVIII, Cómo los indios de toda la Nueva España tenían muchos sacrificios y torpedades, y se los quitamos y les impusimos en las cosas santas de buena doctrina. Más palabras no creo que sean necesarias.


CAPÍTULO III. ES IMPORTANTE EL LIBRO DE BERNAL, PERO ALGUNOS PREFERIMOS EVADIRNOS DE LA HISTORIA QUE NOS AZOTA A DIARIO

Indudablemente la obra escrita por Bernal Díaz del Castillo supone una trascendencia inigualable: constituye un vestigio de nuestra historia como nación, cuenta de los usos y costumbres (aunque no muy a profundidad) de los indígenas de la época y más o menos nos esboza las peculiaridades genéticas y sociológicas de ambas razas puestas en conflicto.

Sin embargo, en lo que a mí refiere, y puesto que estoy algo cansada de leer lo que fue y cuánta humillación existió (cada vez que leo este libro siento como si alguien con los zapatos sucios llegaran a mi casa recién trapeada y llenara de lodo el piso), prefiero darme una vueltecita a la ciudad Evasivae, cruce con Sustracción de la Realidad: qué bueno que Bradbury escribió estas crónicas. Y qué malo que les haya dado ideas a los gringos.

Esperemos que, así como nos ha servido a los mexicanos la obra del conquistador español el saber que siempre hemos sido presa del destino, así la obra de Bradbury sea una moraleja anticipada basada en el respeto de la esfera (azul, verde, roja, de tundra, desértica o florida) de cada quién.





[1] DÍAZ DEL CASTILLO, BERNAL. “Historia de la Conquista de la Nueva España”, p. 10. Colección “Sepan Cuantos”, Ed. Porrúa, 34ª edición. México, 1994

[2] BRADBURY, Ray. “Crónicas Marcianas”, p. 37 Editorial Planeta, 1ª. Edición. México, 2008

[3] Op. Cit, p. 313

[4] Op. Cit., p. 102

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