sábado, 18 de diciembre de 2010

EL HOMBRE ES UN TENEDOR (O “CÓMO FUE QUE SARTRE PUDO HACERME EXISTENCIALISTA”)

La primera vez que oí hablar de existencialismo tendría como unos quince años. Que si el árbol que se cae al otro lado del mundo (me sonaba más a la canción esa de En un bosque de la China), que si todos los existencialistas eran entre que hippies, intelectuales y paranadas (según los conceptos de mis conocidos, los Carrillo y mi mamá, respectivamente). Hubo tal acumulación de conceptos en mi cerebro y hubo tal sucesión de eventos en mi adolescencia que el concepto del existencialismo quedó acuñado en mis nociones básicas más o menos así: Existencialismo (¿s./adv./adj.?). Dícese de una peculiar manera de concebir el mundo y consiste en no bañarse, tomar café, tener mal aliento, andar lagañoso y sentir que la soledad es algo así como lo que siento yo ahorita que nadie me pela porque estoy fea y siento que no tengo futuro prometedor.// Mentalidad a la que mi madre repele y no sé por qué, pero uno de estos días terminaré siendo repelida por ella.// Una cosa extraña a la que cierto primo aspira a ser con sus fachas.// Lo que los fresas no captan.

Con el tiempo entendí que no había entendido nada. No puedo alegar que haya sido tras haber leído La Náusea en la fase final de mi bachillerato, a mis 17 años. Alego, en todo caso, que sin quererlo he vivido un poco en carne propia las premisas filosóficas de esta corriente del siglo XX iniciada por mi amigo Kierkegaard (lo leí tanto en la carrera de Derecho que llegué a tenerle cariño, he ahí la razón de la amistad unilateral).

Porque si bien es cierto que el existencialismo se ha tergiversado en mil y un sentidos, también lo es que quienes hemos tratado de ahondar un poquito en su significado real entendemos que esta corriente, a pesar de no haberse concretado como la filosofía del siglo XX, al menos sí influyó de manera considerable en la visión de las generaciones subsecuentes a su aparición.

Como ya se sabe, el existencialismo sartriano se basa también en la fenomenología: solamente haciéndonos conscientes de quiénes somos y qué hacemos en el momento en el que hacemos consciente nuestra acción, podremos entender el entorno. Ocurre casi igual que como le pasó a dios cuando en el Génesis relata que dijo “Hágase la Luz” y la luz se hizo. Lo que intento decir es, que tanto para la fenomenología como para el existencialismo de Sartre, la nada se actualiza si no hay quién haga consciente el entorno (esto es, quién la piense, quién la traiga a un plano mental y se pueda deslizar desde ahí) y solamente a través del movimiento la existencia puede ocurrir.

Por eso creo que me llama mucho la atención esos espacios en blanco que deja Roquentin, como cuando habla del fango en su bota o cuando empieza a darle vueltas a una misma idea hasta sentir náusea, que yo la interpreto como esa rendición ante lo inasequible: todo tiene una razón de ser hasta que deja de tenerlo, si la esencia de eso que se habla no es suficiente como para darle ese ánimus, ese corpus independiente de su creador.


O es el tenedor el que ahora tiene cierta manera de hacerse tomar[1]

Algunos pasajes de esta obra que pueden anticipar las ideas existencialistas de este filósofo francés llevan en sí mismas el sentido del amor y la música en contraposición con el absurdo de la realidad tangible o vivible (si es que hay un término para ello). Ello puede evidenciarse en el primer día del diario, cuando cambia el papel o la posición de quien maneja un objeto, específicamente, un tenedor.

Lo anterior remite de inmediato al lector a posicionarse dentro de una novela-cátedra filosófica. La Náusea es el libro por excelencia (para mi gusto) que sabe manejar un discurso filosófico sin que el lector se dé cuenta de que está tomando una clase. Es mejor incluso que la tesis inserta en Trópico de Cáncer, de Miller (también para mi gusto). Sartre puede pasar de un estado de la monotonía y el absurdo total, bordear la frontera con la

estupidez o hacer que nazcan rayos de luz entre cuerpos erotizados y al mismo tiempo cuestionar al lector sobre si lo que se vive es real y qué tan importantes son las experiencias como el miedo (“No hay que tener miedo”, dice un miércoles cualquiera cuya fecha deja de importar porque el día no es lo que importa, sino el ser humano que lo vive) en la construcción del ser como eje de algo que no es antropocentrismo pero sí una búsqueda del sentido de la vida y la existencia (no por algo se llama existencialismo) en este mundo, precisamente en un aquí y un ahora que se supone es igual para el mundo pero que al momento de individualizarse demuestra su falacia al ser totalmente autónomo, independiente e incluso extraordinario.

De esta manera, cuando dice “Cómo me gusta leer mi nombre en estos sobres”, habla de la virtud que tiene la palabra en la presencia humana (y no únicamente en la persona que la observa, sino quizás –tanto aún más relevante– en aquel otro que capta la presencia de otro individuo, la hace consciente, la diviniza –en el sentido de volverla una creación propia por haberle dado reconocimiento con su acción de hacerla presente en su propia existencia) y sobre todo, la fuerza del amor.

Roquentin, un historiador que vive como si se hubiera fumado todo el opio disponible en China, le da vueltas a sus miedos, materializa su miedo a estar y a no ser visto, evidencia su desapego por las cosas mundanas y al mismo tiempo las persigue, las huele como lo hace un perro callejero hambriento. Pero no es sino hasta que conoce a Annie, la mujer, la contraparte, el amor, cuando realmente su existencia tiene un objetivo en la vida.


Eugenia Grandet, el autodidacta, el amor y la música

Resulta evidente el sarcasmo, la ironía y la magistralidad con la que Sartre contrapone los puntos fuertes de su obra. En toda la novela existe un paralelismo con la obra de Honoré de Balzac. El Charles del autor de La Comedia Humana es el hermitaño que podría llegar a entender a Roquentin, pero evidentemente no tienen los mismos propósitos al permanecer en un enclaustramiento (cierto, Roquentin no se encierra, pero, ¿es que acaso vivir rodeado de gente desconocida no es una manera de encerrarse al mundo

social?). Eugenia y Annie sí representan la salvación de los dos personajes (y aquí cabría mencionar que Sartre es de los poquísimos filósofos y literatos contemporáneos que le devuelve el rol a la mujer dentro del juego que implica la existencia en sí: sin exagerar –Annie es de las mujeres más imperfectas que he leído…quizás se haya basado en ella Woody Allen para hacer Annie Hall, no sé, acaba de ocurrírseme–. Así, sin menospreciar.

Por otra parte, está el autodidacta que sabe tanto hasta el punto de olvidarse de sí mismo. Ese sería el contrapunto de Roquentin, su propia antítesis, pienso. Mientras a Roquentin le encanta escudriñar la esencia más bendita o demoniaca de cada ente que conoce, al autodidacta le da igual que pase el mundo. Un autómata del conocimiento, un intelectual que permea nuestros días y los invade de conceptos antinaturales, anteponiendo siempre al desgastadísimo (y vividísimo, obvio) postmodernismo: en aras del postmodernismo (o ese hueco que Sartre también vivió porque presenció el vacío abismal de la postguerra) se dicen muchas tonterías, muchas palabras inconexas, como un robot que evidencia que no puede sentir más.

Y más allá de los personajes, se asoman, avasallantes, el amor y la música. Eso me pareció una máxima sartriana muy hermosa, casi como si compartiera la filosofía de los orientales. La fragilidad que hace fuerte a quien siente amor, la fragilidad de una nota musical que se vuelve sonora si se le sube el volumen y se le escucha con cuidado.

Con lo anterior, me parece podría sacar mi propia conclusión: para Sartre el entorno puede volverse absurdo y tonto, y no hay nada que pueda contestarte si eres el tenedor o el tenido, el pensador o el pensado, el objetivado o el objetante. Pero siempre estará el amor para darle un sentido a esto que no tiene principio ni fin. Siempre estará la música para captar la luz y regalarla a quien, harto de repetir una palabra para vaciarla de sí misma, logre reconectarse con lo que se perdió: la conexión con algo supremo.






[1] Escrito en lo que correspondería el lunes 29 de enero de 1932

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