sábado, 18 de diciembre de 2010

EL LABERINTO DEL PERIQUILLO


Leer “El Periquillo Sarniento” es casi como leer un cuento en la revista “El Chamuco” o algo parecido, y reír hasta el dolor de panza: la ironía es el legado del mexicano. Leer “El laberinto de la soledad”, todo un viaje doloroso: puras verdades que caen como sal en la herida.


Y sin embargo, ambos textos pueden conjugarse de manera tal que, a cien años de la Revolución y doscientos de la Independencia mexicanas, no nos queda de otra mas que aceptar nuestra idiosincrasia: eres o no eres. Si eres, bienvenido al mundo de lo “chambón” y las “paparruchadas”: ya eras parte de él desde antes de tu concepción, desde que tu mamá brincaba la cuerda y tu papá le hacía al vaguito lanzándole piedras a las palomas. Si no lo eres, ¿de casualidad te apellidas Schwartz y te sientes extranjero? Ah, es que eres mexicano con título nobiliario inscrito en tu transparente piel (o lo que es lo mismo: ¿Qué demonios haces aquí, extranjero?).

Es mentira que el mexicano sea “huevón”, vago o “largo” nada más porque sí. Quiero decir, el mexicano de verdad, el que pasó de mestizo a peón y luego a obrero y de obrero a gerente de centro comercial (si bien le fue).


El mexicano tiene una historia peculiar y algo triste, que lejos de justificar sus arranques al resto del mundo, perturban su parsimoniosa resignación ante la vida. Octavio Paz en la obra ya mencionada nos comparte su teoría de cómo fue que se formó este ser extraño llamado mexicano. Habla de la represión, de la marginación, del silencio que sale como una neurosis en forma de fiestas a la muerte y máscaras que ocultan nuestros pesares. Dice que la mala suerte nos llegó cuando se formó la colonia y que no pudimos levantarnos a pesar de las guerras de independencia y revolución. Que siempre estamos como perdidos, buscando algo que se nos fue por la coladera del tiempo. Nostalgia de un imperio de a de veras, pues. Es como si los aztecas hubieran ganado el mundial de futbol y a mitad de la premiación llegara Hernán Cortés a jorobarlos. “Sigan participando / Buena suerte para la próxima”, dirían los múltiples dioses de esta cultura erosionada. “A-há”, gritaría Nelson (el malandro regordete de Los Simpson), de haber sido creado en aquellos tiempos.

No obstante, no puedo culpar a los mexicanos que dieron todo por cambiar el rumbo de este país: al menos ellos sí tuvieron agallas y le dieron lata a la élite, representada primeramente por los españoles y la iglesia en la cúspide henchida de trescientos años de mazazos a indios y mestizos.

Para muestra tenemos a esta obra de José Joaquín Fernández de Lizardi, que a pesar de querer mostrarse frente al lector como un texto con función de entretenimiento y, en algunos casos, como aleccionador de nuevas consciencias, resulta ser toda una sátira a lo que se vivía en aquella época (1816) en la que el hervor del pueblo mexicano estaba a todo lo que daba, disparando muertos que antes habían sido muertos en vida, azotando pensadores y desquiciando a ricos.

Los pasajes que demuestran la superioridad exacerbada de hacendados, carceleros y clérigos en El Periquillo son contundentes, como lo son igualmente contundentes las aseveraciones que Paz hace respecto de los hijos de la Malinche, la mancha humana que protagonizó las dos guerras ya mencionadas, hasta llegar a nuestros días: pareciera que son los mismos enfrentándose contra sí mismos o contra los otros, que también son los mismos de siempre, implorando lo que fue suyo y

puede serlo pero no lo es a la mera hora, saludándolos como lo hace Juan Tepano, personaje de “La Feria” Juan José Arreola:

“Señor Oidor, Señor Gobernador del Estado, Señor Obispo, Señor Capitán General, Señor Virrey de la Nueva España, Señor Presidente de la República... Soy Juan Tepano, el más viejo de los tlayacanques, para servir a usted: nos lo quitaron todo...”.[i]

Tal vez el personaje del Periquillo no sea un despojado porque pertenece a otro estrato social: el Periquillo es un despojado de su condición mestiza. No es indígena esclavizado, pero tampoco es criollo hacendado. Es un vago, el sándwich de los estratos. Así, el Periquillo arremete contra sí (y contra el pueblo al que pertenece), cuando en el capítulo I del tomo III llega a Tula y nos narra:

“Como no se me habían olvidado aquellos principios de urbanidad que me enseñaron mis padres, a los dos días luego que descansé me informé de quiénes eran los sujetos principales del pueblo, tales como el cura y sus vicarios, el subdelegado y su director, el alcabalero, el administrador de correos, tal cual tendero y otros señores decentes; y a todos ellos envié recado con el bueno de mi patrón y Andrés, ofreciéndoles mi persona e inutilidad”. [ii]

El Periquillo, ¿un servil hijo de la Malinche?

Quizá el servilismo mexicano al que se ve reducida la actitud del Periquillo en el pasaje que acabamos de ver pudiera explicar ampliamente el por qué de nuestras penas actuales, o por qué después de doscientos años todo sigue igual.

En el capítulo Los hijos de la Malinche, Octavio Paz desglosa el ADN del mexicano promedio hasta llegar a una conclusión: el mexicano es así de servil porque de él tiran todas las conquistas de su historia: “La situación del pueblo durante el período colonial sería así la raíz de nuestra actitud cerrada e inestable”. [iii]

Entonces resulta que El Periquillo es parte de este caos engendrado en tiempos de la colonia y de la cual el mexicano de nuestros días no se ha podido zafarse. En cada vago o merolico se esconde un ser que pudo ser alguien más, pero que, al igual que El Periquillo, solamente sus metas quedaron como sueños guajiros. Y seguimos siendo serviles frente al que observamos es más fuerte, a pesar de que deseemos la mayor parte de las veces darle con todo hasta matarlo, aunque fuera en nuestros sueños (como posibilidad de realidad alternativa, filosofía heredada de los aztecas).

Cabe destacar un punto muy importante: Fernández de Lizardi escribe este libro en 1816, seis años después de haber iniciado el movimiento independentista. Cierto es que los cambios sociopolíticos nunca se dan con la rapidez con la que la Luna se esconde para que salga el Sol, pero tampoco son tan inútiles como para que realmente no pueda vislumbrarse un futuro menos aciago.

Considero que eso es lo que veía el autor (o lo que es lo mismo, las guerras no lo engañaban mucho). Sabía que el problema era arrancar de raíz las limitaciones económicas y sobre todo las ideológicas para poder salir adelante. El Periquillo era sólo una vomitada de todo lo que el pueblo mexicano no quería aceptar o responsabilizarse, esa ceguera impune y sempiterna que nos cubre con su manto aunque no estemos dormidos: “confundimos las ideas, confundimos los valores: creemos que lo mismo es un abogado que un biólogo, un boticario que un químico.”, dice Martín Luis Guzmán.[iv] Y ya sabemos que El Periquillo engañó a más de uno haciéndose el ciego o un atinado doctor.


Sería tal vez exasperante para el autor de El Periquillo el encontrarse con los mismos vicios en nuestra actualidad, como lo fue en su momento la visión crítica del también poeta:

“Nuestra historia como nación independiente contribuiría también a perpetuar y hacer más neta esta psicología servil, puesto que no hemos logrado suprimir la miseria popular ni las exasperantes diferencias sociales, a pesar de siglo y medio de luchas y experiencias constitucionales”. [v]

“Y vosotros seréis los hijos laberínticos del Periquillo”

Si ahorita viniera a pellizcarnos algún dios azteca (de los buenos, no de los menores. Un Quetzalcóatl, por ejemplo) para que enderezáramos el rumbo de todo lo que no ha sido y no fue porque el tiempo pasado no existe (como lo decía San Agustín), y nosotros siguiéramos en nuestra incapacidad de querer ser alguien diferente a base de esfuerzo y lucha contra uno mismo y contra el resto que nos oprime y nos sumerge en la apatía, tal vez llegaría al punto del hartazgo y determinaría tajantemente maldecirnos per seculam seculorum:

“Y vosotros, periquillos insalvables, viviréis para siempre en el laberinto de sus extrañezas. Vosotros seréis los hijos laberínticos del Periquillo”.

Nos hablaría en castellano porque seguramente le place más la idea de ser blanco, guapo y poderoso que café con leche y clasemediero, y porque solamente hallaría algún diccionario náhuatl-español de Miguel León Portilla (que por una insensata razón tradujo los poemas de Nezahualcóyotl como si éste fuera originario de España).







[i] ARREOLA, Juan José. “La Feria”. 2ª edición, Editorial Mortiz, México 1963

[ii] FERNÁNDEZ DE LIZARDI, José Joaquín. “El Periquillo Sarniento”, Tomo III, p.10. Librería de Galván, 4ª edición. México, 1842 (www.librodot.com).

[iii] PAZ, Octavio. “El laberinto de la soledad”, p. 78. Fondo de Cultura Económica, colección popular, 3ª edición. México, 1999

[iv] GUZMÁN, Martín Luis. “La querella de México”, p. 15. Colección “Ronda de Clásicos Contemporáneos”. CONACULTA/Ed. Planeta/ Ed. Joaquín Mortiz. México, 2002


[v] Op. Cit., pp. 78 y 79

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